Ein Sof
Sabía que estaba irremediablemente perdido. Sin embargo no hice absolutamente nada por ocultarme. Pude haber huido por los fondos cuando ellos derribaron la puerta de entrada. Hubiera tenido una oportunidad. Me hubiera escondido en algún agujero hasta el anochecer. Pero no fue así como sucedió. Ni siquiera intenté cubrir el libro con algo. Estaba abierto sobre la desvencijada mesa frente a mí, cuando ellos entraron armas en mano gritando y maldiciéndome.
Intenté seguir leyendo lo más posible, sin que nada me importase más que el hecho de continuar descifrando los caracteres impresos en sus páginas envejecidas por el paso continuo del tiempo. Me faltaba tan poco para develar el último nombre. Tan poco. Pero no lo conseguí, pues de un culatazo me tumbaron en el mugroso suelo de la habitación. No me desvanecí, escuché lejana una risa grotesca. Más al instante recupere el oído, el golpe me había aturdido al extremo de producirme profundas náuseas. La sangre caliente manó profusamente desde mi oreja y nariz salpicando mi camisa y el suelo.
Al ver el libro sobre la mesa entraron en una confusión creyendo tener por fin la certeza con respecto a mi condición. Estaban equivocados, pero convencidos de haber encontrado la verdad. En algo se parecían mis verdugos a mí.
_ ¡Jude! Me rabió con odio uno. Al verle el convencimiento devorándole el alma guardé silencio. Solo mentalmente comencé a repetir en orden el nombre de las diez sefirot. ¿Por qué?, no lo sé. Solo supe que me trajo paz en medio de aquel mar de aborrecimiento.
Sin darme cuenta además, comencé a mover mis labios producto de esta letanía, e iba diciendo, en forma cadente, a modo de despedida:
Keter, Biná, Jojmá, Guevurá, Guedulá, Tiferet, Hod, Netzaj, Iesod, Maljut. Una y otra vez mientras los soldados revolvían destruyéndolo todo a mí alrededor. Así el mundo, el mismo que yo había ya hace mucho tiempo abandonado, comenzaba a diluirse materialmente en una embravecida borrasca de astillas y objetos rotos por la furia de los soldados de negro.
El oficial tomó finalmente el libro en sus manos, y escupiéndome su odio se propagó entre ellos el error.
El libro era sagrado pero no me pertenecía. La curiosidad primero me había llevado hasta él. Luego esta curiosidad por lo oculto fue mi perdición. Creyendo que buscaba a Dios, no supe hasta el último instante, que me buscaba desesperadamente a mi mismo.
Así por la ignorancia de ellos, y mi ciego afán de saber, quedó sellado mi destino.
Mi historia quedó inseparablemente unida a la del libro venerable. Prueba de ello son los diez nombres de las fuerzas divinas que vinieron a mí en mi hora más amarga. Solo me faltaba conocer a una fuerza superior que solo se presenta en determinadas ocasiones. Su revelación me fue hecha hacia el final de mi frágil existencia.
Así juntos, el libro y yo, recorrimos un camino sinuoso y oscurecido. Cuanto más avanzaba en la luz, más envuelto en las tinieblas de la soledad iba quedando.
Luego ya nada me importó, ni siquiera el estar rodeado del odio que a gritos anunciaba, cual feroz ángel oscurecido, el terrible advenimiento de la que muy luego sería llamada Segunda Gran Guerra.
El libro de mis desvelos terminó, junto con otros muchos miles, en una inmensa pira de fuego allá por el año 1938 o 1939 en Berlín. Y yo mismo conté mis últimos minutos en un ennegrecido y húmedo sótano no muy lejos del lugar, donde entre las llamas crecientes, crepitaba el Zohar.
Pude apreciar el Infinito en el último instante como he dicho, y a pesar de mis sangrantes heridas, pude decir, con voz calma y audible ante mis sorprendidos captores, que para ese instante supremo, en silencio me escuchaban ignorantes e incrédulos:
_ Ein Sof. Y todo lo que fue, y aún lo que habrá de ser en el mundo y en lo divino, vino hacia mi.
Luego de un instante eterno, creo que por fin me dormí.
E. A. Denegri. 2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario